Las primeras relaciones diplomáticas con Japón se establecieron en el siglo XVI, durante la era Keichō. En 1614 arribó al puerto de Acapulco un barco con una comitiva japonesa que tomó el camino hacia la ciudad de México.
En este número de la revista, el historiador Gerardo Díaz nos
cuenta que la ahora conocida como “embajada Keichō” fue impactante para muchos
novohispanos, pues dentro de lo poco cotidiano que significó el grupo de
asiáticos en las calles de la capital del virreinato, la clase guerrera
sobresalió por su porte con el acero a un costado y el aspecto de águilas.
Traían la frente reluciente, porque se la rasuraban hasta la mitad de la
cabeza; su cabellera comenzaba en las sienes e iba rodeando hasta la nuca.
Las relaciones entre
Japón y los países europeos se habían roto después de la expulsión de las
misiones evangélicas con Toyotomi Hideyoshi, y la ejecución de los
“mártires de Nagazaki” en 1597 (entre ellos el franciscano mexicano Felipe de Jesús).
Fue hasta 1602, con
un nuevo Shogún - Tokugawa Ieyasu- que se da el primer intento por sanar las
relaciones cuando éste le escribe al gobernador de Filipinas, entonces reino de
la Nueva España, para asegurarle que en Japón había puerto seguro para
refugiarse de la tempestad y también para tener intercambio comercial. Sin
embargo, pasaron seis años más antes de que las relaciones se re establecieran
por completo entre ambos reinos aunque con sus altibajos.
Llegaron a algunos
acuerdos como “proponer al virrey novohispano Luis de Velasco como el contacto
marítimo entre los dos reinos, el envío de mineros novohispanos al Japón para
aplicar sus técnicas más avanzadas y enseñar sus conocimientos al respecto, así
como el derecho de esos trabajadores a recibir la atención religiosa pertinente
junto a los japoneses relacionados con ellos que así lo quisiesen.”
Fue así como llegó
una comitiva de estos personajes
extraños a la Nueva España “Y la gente se arremolinaba para ver a aquellos que
sólo “se ponen uno como chaleco-camisa, encima se atan, en el medio, en la
cintura, allí colocan una cadena de obre, de suerte que de ella cuelgan su
espada […] Poseedores de cabellera larga, que llega al cuello, así se dejan
esos cabellos largos, los cortan largos, como los de las muchachas […] y no
tienen bigote, sólo sus rostros como de mujer, blanqueados, así hermoseados. Sus
rostros blanqueados. Así es el cuerpo de los hombres del Japón, no muy altos.
Así se vieron todas sus personas”.
A pesar de la
diplomacia, el tema religioso se tornaba difícil. El shogún escribió al virrey:
“la doctrina seguida en vuestro país difiere enteramente de la nuestra: por eso
estoy persuadido de que no nos conviene […] En cambio multipliquen sus viajes
los bajeles de comercio, aumentando en ello las relaciones e intereses”.
Tiempo después, el
padre Luis Sotelo, radicado en Japón “persuade a Date Masamune, uno de los
daimyō más poderosos del momento, de enviar una comitiva solicitando al rey de
España y al papa un tratado en el que el comercio y la religión católica –por
medio de los franciscanos– fuesen altamente beneficiosos para su territorio en
la región de Sendai, al noreste de Japón”.
Una nueva comitiva
de japoneses y españoles viajó a la Nueva España. Fueron muy bien recibidos por
el virrey; algunos japoneses, en un acto de diplomacia, se bautizaron en este
viaje. Sin embargo, el virrey explicó que una decisión como esas únicamente
podría venir desde España.
En junio de 1614
termina este primer acercamiento entre ambas culturas, dejando una buena
impresión que se vería interrumpida por más de dos siglos después de que Japón
decidiera un aislamiento ante el mundo. No obstante, la diplomacia estrechó
lazos de amistad y aprendizaje entre ambos.
Relatos e Historias
en México No.69. Mayo, 2014
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